Susana Gisbert. /EPDA En estos días, viendo las vitrinas de tiendas de alimentación, me acuerdo de la madre de Forrest Gump. Decía, con su filosofía de azucarillo, que la vida es como una caja de bombones, porque cada uno es diferente como las personas y las situaciones con las que nos encontramos en la vida. Pero, visto lo visto, nos valdría decir que la vida es como una muestra de turrones, tan variados que solo enumerarlos agotaría el número de caracteres de este artículo.
No es algo nuevo, aunque cada año va a más. A los turrones tradicionales de Jijona y Alicante, el duro y el blando, como siempre los hemos llamado, se unió desde mi infancia el turrón de chocolate, ese que popularizó una famosa marca y que tenía por dentro arroz inflado. Todavía tengo grabada en la meninge la cancioncilla machacona de los anuncios de entonces, y que creo que sigue igual. Y todavía recuerdo a los más mayores de la casa protestando porque aquello no era turrón del de toda la vida.
Ahora, muchos años más tarde, aquel turrón de chocolate ya se ha ganado ser un turrón de toda la vida y tiene que competir con muchos más. Los mayores de entonces ya no están, pero quienes les suceden –o sucedemos- en aquello que llamaban “edad, dignidad y gobierno” siguen esgrimiendo el mismo mantra. Esto no son los turrones de toda la vida.
Leche merengada, arroz con leche, tarta de queso, quicos, orxata i fartons, dulce de leche, tres chocolates, whisky y hasta combinados como gin tonic o mojito son algunas las variedades que me dejarían ojiplática si una no estuviera ya hecho a todo. Cualquier día tendremos turrón de paella o de fabada asturiana, si es que no existe ya.
La cuestión es que, ante esta tesitura, siempre surge el mismo dilema. ¿Tradición o modernidad? O, lo que es casi lo mismo, estancamiento o innovación. Porque preservar las tradiciones está muy bien, siempre que no se llegue al absurdo, como una pariente que sigue empeñada en poner a la mesa los turrones y mazapanes clásicos, que acaban yendo a la basura a mediados de enero, mientras sus nietas le pedían a gritos esos otros turrones de sabores que habían comido en otros sitios.
Así que volveré a la madre de Forrest y a su filosofía de azucarillo. Pensemos que nuestra actitud ante las tradiciones puede definir mucho nuestra actitud ante la vida. Aunque, como siempre, en el punto medio está la virtud. Lo difícil es encontrarlo, aunque sea entre las almendras del turrón
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