Juan Vicente Yago Martín
No
hay política. No hay políticos. ¡No lo niegues por negarlo! ¡No
aduzcas lugares comunes! Te puede la maldita costumbre, la estúpida
inercia de amadrigarte con el grupo, de buscar la protección del
rebaño; pero en este asunto, como en tantos otros, no valen arrimos
ni amadrigamientos. La realidad es apodíctica. En la plaza pública
no quedan gestores de vocación, y están los inmuebles oficiales a
reventar de barateros y camastrones, de lagotería y augustez
mayestática. Es la tentación del poder, lo mucho que arrastran los
privilegios que, sin democracia y con ella, se han ido amontonando en
las abigarradas, ininteligibles y traicioneras columnas del boe. Los
avatares politicoides no son ya sino motivos pictóricos, excusas
para jugar con las palabras; y cierto periodismo, que vive de la
exégesis, la glosa y el correveidile, aunque asistió en su momento
al fin de la política —estuvo una larga temporada oyendo el fragor
de su desplome—, prefiere aparentar ignorancia, seguir como si nada
para conservar el empleo. Hay actores fingiéndose políticos, y
periodistas haciendo información con ellos, cuando el único titular
posible, y por tanto aceptable hoy en día, es que todo es una farsa.
La política toda es máscaras, y todo el año es carnaval. Ya lo
dijo Larra. Pero a nadie le importa, y el carromato rueda pendiente
abajo, sin freno, atropellándolo todo. Los okupas
del
edificio político se han dado cuenta de que al vecindario no le
importan sus industrias, andanzas y zascandileos, por lo que se
refocilan con el momio a la pata llana, que vale tanto como a pierna
suelta y sin preocupaciones. La política, pues, desaparece; y sin
embargo la informadura, sacudida por el galvanismo del horror
vacui,
sigue la corriente y no acaba de aceptar que su papel, hoy por hoy,
es levantar acta del óbito. Es un abismo tan hondo, un vértigo tan
insoportable que se cierran los ojos y se simula, en aras de la
continuidad, que no ha cambiado nada. Pero lo cierto es que no hay
política. Que aquí una emisora esparce su escándalo habitual; allá
un periódico hace cábalas y análisis, conjeturas y predicciones
como si hubiese algo que predecir y conjeturar, analizar y cabalear
—como si todavía existiese la política—; y acullá unos
debatientes construyen un mundo fantasmagórico, una torre apócrifa
con los adobes de mentira y el cemento ectoplasmático de los falsos
políticos, una pobre apariencia de ruinas entre las que deambular,
hacer como que y mantener en marcha la función. Es un mal simulacro
del tiempo en que ocurrían cosas, un quiero y no puedo, un
espejismo, una quimera, una prestidigitación. Puro ilusionismo. Pura
vorágine de irrealidad. Sin política se le hunde al periodismo una
sección gorda, y eso cuesta digerirlo; aunque de todos modos acabará
produciéndose un transvase de periodistas, una reordenación
corporativa como aquélla que sufrieron los herreros y los cocheros
durante la revolución industrial, y los cronistas políticos
ingresarán resignados en la crónica social, cultural o deportiva.
No habrá más remedio. La materia prima de lo suyo escasea; y al
público, por su parte, no le interesa. El respetable —¡uf!— se
inclina hoy por el cotilleo, el entretenimiento y la sicalipsis, por
todo aquello que reproduzca sus costumbres decadentes y le
proporcione con ello un viso de justificación. Así el mal
periodismo usará el famoso caleidoscopio de vistas gordas con que
cohonestaba embustes políticos para cohonestar la frívola
impostura. Y podrá sobrevivir. Menudo panorama. ¡Te repito que no
me vengas con lugares comunes; que olvides de una vez esa monserga de
la nueva política, de la unificación de la izquierda y el
redescubrimiento del centro! Ni hay tal, ni a la población le
interesa. Compara las audiencias de los informativos con las de los
culebrones, los realities
y
los demás enseñaculismos. Te convencerás de que al personal no le
interesaría el birlibirloque político aunque lo hubiese. ¿A qué
piensas que se debe la extinción de los políticos? La muchedumbre
ha perdido el rumbo, y de la política y el bien común ha pasado al
nesting
y
al medro en B, o sea sin IVA y al erario que le den. Todo motivado,
según los entendidos, por la precariedad laboral y la rapacidad
politicorrona. De modo que a mí no me vas a engañar, y a ti mismo
calculo que menos. No hay política, y tardará mucho en haberla
porque haría falta un retorno al idealismo que, de momento, no se
vislumbra. Lo que sí se vislumbra son disfrutadores del prebostazgo,
aspirantes a mandamás, a gerifalte, a emperador, a poltrón;
aficionados al mucamo, al chauffeur,
al porteador de agenda y al piscolabis; nuevos aristocratazos
entorpecedores de los técnicos y aguafiestas de los que saben.
Vivimos una interrupción de la gestión y una desaparición del
parlamentarismo que lleva camino de volverse permanente. Ni política,
ni políticos. Los lugares donde antes trabajaban los políticos han
venido a ser corrales de tragedia, teatros del esperpento, escenarios
de la vulgaridad y guateques del bochorno repletos de impostores, que
interpretan lo suyo para sacarnos lo nuestro cuando ven con el
rabillo del ojo, mientras intercambian mordiscos y pescozones
dialécticos, que seguimos con el tardeo y la escapada por mucho que
nos expriman la faltriquera. No hay política porque no hay
políticos, y no hay políticos porque no hay sociedad: hay, cada vez
más, un batiburrillo en que nada es firme porque todo vale, y en que
la decencia y la seriedad están abrumadas por la enorme tarea de
salvar los últimos reductos. ¡Pero no te pongas así! ¡Deja de
vomitar banalidades e insulseces! Acepta la realidad; porque si no lo
haces, y te dejas llevar por la cochina corrección política,
favorecerás el triunfo de la mentira. Están desmoronándose los
elementos de la historia, una catástrofe ante la que no es aceptable
tu silencio, tu disimulo ni tu contemporización, ¡y tú echando
espumarajos y dando patadas al aire!
Comparte la noticia
Categorías de la noticia