Vicente Raga. Érase una vez un país
cercano, donde gobernaba un rey amado por sus súbditos. Al rey Adalberto le
encantaba decir a su pueblo que, en realidad, no eran sus súbditos, sino
ciudadanos libres e iguales. Llegó a ser muy popular y acarició la gloria, pero
no la logró, ya que se rodeó de un grupo de malvados, que tan solo pensaban en
sus propios intereses.
Consiguieron que el rey se
aislara de su pueblo, perdiera el contacto con la realidad y con la gente que
le adoraba. Le encerraron en una jaula de cristal y le aconsejaron en contra de
los intereses de sus propios ciudadanos. Para desgracia del pueblo, estos
malvados se hicieron con el control absoluto del reino. Tomaron decisiones que
nadie comprendía, con total despotismo e impunidad. El reino se empobrecía e
iba cada vez peor, pero no asumían ninguna responsabilidad. Sin que nadie lo
advirtiera, habían logrado secuestrar a todo un país, otrora próspero y feliz.
Como era de esperar, ello
tuvo sus consecuencias. El pueblo le dio la espalda a su antaño querido monarca,
que se vio obligado a abdicar en favor de su hija, la joven princesa Inessa,
que también despertaba muchas simpatías entre la plebe. Vieron en ella lo que,
una vez, había sido su padre. La ilusión pareció retornar al reino.
Pero todo fue un simple
espejismo. Pronto, los ciudadanos advirtieron que nada iba a cambiar, más bien
al contrario. La joven reina cometió el mismo error que su padre, no deshaciéndose
de todos los malvados que llevaron a la ruina a Adalberto. La convencieron de
que ellos eran los más sabios del país, que eran capaces de revertir la
situación, pero para ello hacía falta mano dura y más control sobre sus
analfabetos súbditos, que suponían un estorbo. Tan solo resultaban útiles para
recaudar el diezmo.
La reina, entonces, decidió
abandonar el palacio real y trasladarse a su residencia de campo, en el centro
del país, aislándose todavía más de sus ciudadanos, que se sintieron
abandonados por su joven monarca, después de otorgarle su confianza.
Mientras tanto,
promulgaron una nueva ley interna que ninguneaba al pueblo, pero no en favor de
la reina ni de su reino, sino de los oscuros intereses de los malvados. La ley
no tenía en cuenta la voluntad de sus ciudadanos, ya que consideraba que eran
unos simples ignorantes que nada bueno podían aportar. Otorgaba el poder
absoluto a los malvados. La reina Inessa consintió con semejante felonía, toda
una traición a su pueblo, que tantas esperanzas había depositado en ella.
Visto que las decisiones
de los malvados habían conseguido soliviantar a sus súbditos y empeorar todavía
más la situación del reino, Inessa optó por regresar.
Los mismos malvados le
recomendaron que, para tan magno acontecimiento, debía de ir vestida con un
traje acorde a las circunstancias. Con el fastuoso vestido puesto, se miró al
espejo cuadrado que le habían obsequiado los malvados. Por supuesto, el espejo
cuadrado tenía truco y le devolvió una imagen totalmente distorsionada de la
realidad, que Inessa no dudó en aceptar.
A su regreso, esperando
ser recibida como la reina que creía que era, un simple niño, uno de esos que
había despreciado, se le acercó y le dijo: «Su majestad, está desnuda».
La reina no quiso
reconocerlo y continuó su paseo por las calles del pueblo, donde apenas quedaba
ya nadie.
Se topó de bruces con la
cruda realidad.
El espejo cuadrado le
había mentido. Su reino ya no era tal y ella caminaba desnuda.
Adaptación ciudadana del
cuento de Hans Christian Andersen, «El traje nuevo del emperador», también
conocido como «El rey desnudo».
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