Francisco López Porcal Vivimos tiempos recios, ya lo decía la Santa de Ávila antes que un
gran novelista hispanoamericano titulara así su última novela. Basta asomarse a
los medios de comunicación de nuestros días para alimentar nuestra duda sobre
si lo que vemos, escuchamos o leemos lo percibimos en un estado de somnolencia,
sueño o tal vez vigilia. Tal es la sensación del espectador y del lector ante
el avasallamiento informativo sufrido que no sabe muy bien a qué atenerse, si
se enfrenta a una de las fantasías de don Quijote como personaje lleno de
ideales utópicos y mesiánicos en una continua confusión entre ficción y
realidad, o por el contrario está perfectamente cuerdo para reconocer entre
tanta teatralidad la parodia o el adoctrinamiento.
Ignoro si los líderes de la clase política española hacen de vez en
cuando algún ejercicio de empatía abandonando por un momento su papel de
actores para sentirse espectadores de un discurso preñado de grandilocuencias
cuyo fin es pontificar sobre cualquier cuestión. Como no creo que exista una
conexión semejante, asimilarán sin pudor bandazos inexplicables para no ser engullidos
por ideologías cercanas, o caerán en brazos de amistades peligrosas.
En este
sentido, nos harán creer que la búsqueda de la verdad admite cambios urgentes
en un calculado acto de persuasión colectiva. Así, lo que un día es pernicioso
para el Estado y el conjunto de los ciudadanos, al día siguiente será
beneficioso para todos. Y esta conclusión no es el resultado –como debía suponerse-
de una madurada evolución del pensamiento o de un cambio de estrategias para
mejorar el camino equivocado y que al final el tiempo ha dado la razón.
Nada de
todo esto es cierto. Simplemente ha sido fruto de un cambiazo apresurado, oportuno,
como si la política fuera una competición deportiva en la que hay que tomar
decisiones sobre la marcha para no perder el partido. No digo que en algún
momento crucial no tenga que ser así. Pero ese poder de convicción es el que
con demasiada frecuencia se escenifica urbi
et orbi entre fuerzas políticas opuestas encima de mesas negociadoras de
incierto horizonte, porque los antagonismos saben perfectamente los límites de
su propia supervivencia.
Pero, qué más da, deben pensar. Para ganar tiempo,
todos ellos se embarcarán y nos embaucarán en diferentes aparatos de un parque
de atracciones, ya sea la ola o la mítica montaña rusa, cuando al final de
tanto mareo, cada parte contratante se posicionará en su no es no en su lucha por el poder. Después de tanto barullo, el espectador-lector
asiste perplejo a las rondas informativas dotadas de una sospechosa
verosimilitud.
Como las que dan cuenta de la evolución de un virus venido de
Oriente en una invasión de conexiones informativas más parecidas a un tsunami, o a la fuerza destructora de un
ciclón cuyo objetivo al final ignoramos si será para conducirnos al mar de la
tranquilidad o para embarcarnos en la barca de Aqueronte camino de un pánico
insospechado. Como insospechadas son las caídas de ciertas figuras entronizadas
procedentes del mundo del saber, de la ciencia, del arte, escritores, cantantes,
actores y directores de escena antaño magnificados y laureados y hoy linchados
y lanzados al fuego de las lamentaciones por diferentes grupos e ideologías
dominantes pese a los méritos contraídos.
Quien esté libre de pecado que tire
la primera piedra, sin que ello constituya una absolución de las numerosas
aristas oscuras que integran la condición humana. Tal vez nunca conozcamos la
penumbra irracional de respetados personajes del pasado y del presente, ensalzados
hoy con el incienso del aplauso y que quizás hoy también podrían ser lapidados
por el insospechado vaivén de cualquier movimiento pendular.
En esta confusión
anda el espectador-lector, centrifugado hacia una especie de realidad oscilante, como bautizó Américo
Castro al gran tema del Quijote, incapaz
de librarse de ese gran debate sobre una veracidad engañosa que se empeña en mostrarnos
una y otra vez el yelmo de Mambrino cuando en realidad solo se trata de la
vacía del barbero.
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