Francisco López Porcal No sé cómo ha
podido ocurrir, ni en qué momento se torció el camino hacia la decadencia para
asombro y preocupación de tantos seguidores y admiradores. Porque las
debilidades agazapadas en los pliegues más recónditos de la condición humana,
son capaces de provocar el desmoronamiento de los méritos más grandes labrados al
servicio del bien común en un tiempo difícil y crucial para un país.
Ya no hay
aclamaciones, ni vítores, tan sólo tristeza al contemplar como unos operarios
desmontan el rótulo de la vía urbana que antaño se descubriera entre aplausos y
gritos de aclamación. En estas penosas circunstancias, uno no deja de
preguntarse si la persona en cuestión llega a tener conciencia de su propia
degradación al embarcarse en aventuras poco recomendables propias de amistades
peligrosas.
La actriz Gloria Swanson, en su papel de Norma Desmond del film
con cuyo título me he permitido encabezar esta reflexión, representa el exceso de
ciertas celebridades de altos vuelos que, como Swanson, bajan majestuosamente,
enajenadas por el lujo desde lo alto de la escalinata de su mansión con
impecable astucia y afilado carisma para rodar el primer plano de una nueva
película, representándose a sí mismas en el papel de Salomé entregando la cabeza
de Juan el Bautista.
Existen muchas Salomés en busca de personajes
influyentes y millonarios dispuestos a perder la cabeza si es necesario por una
sensualidad dañina para el rol que representan. Cuantos hijos de famosos
actores han sido víctimas del comportamiento de sus padres, inmersos en el
espejismo de un falso e indigno glamour a pesar de haber forjado como
nadie su nombre en el estrellato del universo.
¿Deben los hijos responder por
la falta de honestidad de sus padres? Ambición y traición constituyen los
elementos que caracterizan a los dramas de Shakespeare, en los que la debilidad
conduce inevitablemente a la caída y Macbeth es una advertencia de los peligros
que entrañan las pretensiones desmesuradas. ¿Resulta admisible que un servidor
público carezca de una conducta ética?
Andaba mi cabeza dilucidando sobre estas cuestiones cuando la tormenta de
verano me sorprende en el jardín Botánico. He tenido que refugiarme en un
invernadero de cristal, una atractiva combinación de hierro y ladrillo de aire
decimonónico. Sentado entre plantas gigantescas contemplo los reflejos
violáceos de un parpadeante ramillete eléctrico que ilumina la estancia. Le
noto pensativo, escucho a mis espaldas.
No le esperaba ver por aquí con este
tiempo, Mr. Clichy. Parece que hemos tenido los dos la misma ocurrencia. Vengo
andando, dice el profesor, desde el huerto de las Hespérides de aquí al lado
huyendo del inminente chubasco. He presagiado la tempestad, la misma que
merodea ahora por su cabeza. Tiene mucha intuición profesor, como si abriese mi
mente y leyera el pensamiento.
Ahora que ya lo conoce, admito estar preocupado
por las conmovedoras noticias que están surgiendo desde hace un tiempo, pasto
de los reality shows en su versión más indecente. Una pena, porque tengo
la certeza de que vivimos un tiempo de desencanto por la falta de integridad de
aquellas personas que más necesita la ciudadanía.
Me pregunto en muchas
ocasiones, Mr. Clichy, si a la vista de lo contemplado a diario en los medios
de comunicación, se podría decir que escasean los líderes mundiales. Ya lo creo
mi querido amigo, la ejemplaridad es un valor a la baja que escasea en muchos
de nuestros dirigentes y ello genera en el ciudadano de a pie una sensación de inseguridad
y decepción al comprobar el fiasco inesperado.
Me da la sensación de que asistimos
a tantos desengaños, dice el profesor, que ni siquiera las buenas palabras, ni
las más nobles intenciones bastan ya para convencernos. Nadie puede sermonear
sobre la honestidad cuando su actitud contradice sus prédicas, porque la ley debe
ser igual para todos, y ello conlleva, como decía Honoré de Balzac, a que la
caída de un gran hombre esté siempre en relación con la altura a la que ha
llegado.
También existen figuras, Mr. Clichy, cuyo pedestal es más grande que
el propio personaje. Sí, claro, esos ídolos son los encumbrados por la zafiedad
de un público que ensalza lo insulso. Su caída no es tan grave. En cambio, reconocerá
profesor que el desmoronamiento de aquellos servidores del pueblo cuyos notables
méritos son lamentablemente ninguneados por su errónea trayectoria en lo
personal, ocasionan en el ciudadano una inquietante decepción de imprevisibles
consecuencias. Tiene usted razón, recuerde, ya lo apuntaba el hombre
subterráneo, el narrador imaginario y anónimo de Apuntes del subsuelo,
de Dostoyevski, desde hace mucho tiempo se sabe que la falta de buen sentido
resulta solo de la falta de sentido moral.
Había cesado de llover y a través de los cristales, en un gesto de
despedida, Clichy desapareció en los pasillos entre el exotismo de las hojas de
helechos, los tupidos tejos jurásicos y las
puntiagudas piñas tropicales que albergaba el histórico invernadero. Volví la
vista y permanecí sentado durante un buen rato observando unas orquídeas, todo
un símbolo de armonía y perfección espiritual. Buena falta le hace a este país.
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