Teresa Ortiz. /EPDA Con anterioridad al 1 de enero de 1999, fecha de la entrada en el Euro, cuando una economía entraba en crisis debido a una baja competitividad con relación al resto de países del planeta, en especial con respecto a los de mayor competitividad con los que interaccionaba, la solución tradicional que se aplicaba era la devaluación de su moneda. En un contexto de devaluación de la moneda propia, o también llamada devaluación externa, la moneda del país se depreciaba en un determinado porcentaje, teniendo como consecuencia que los ingresos empresariales perdían capacidad, pero, muy especialmente, se notaba en el poder adquisitivo de las clases trabajadoras, así como en el valor de los ahorros de la ciudadanía.
En términos coloquiales, la devaluación externa era como asimilar a todos los ciudadanos por igual el pago de un peaje de idéntica magnitud o proporción, con efectos muy inmediatos. La devaluación externa tenía su mayor impacto en las compras de productos a terceros países. Sobre el papel, los precios de adquisición de productos y servicios internos no cambiarían, si bien esta afirmación tiene muchos matices, puesto que mucha producción se basaba, aunque mucho menos que hoy en día, en materias primas y tecnologías de terceros países, por lo que también se daba un impacto en el precio de adquisición. Así, en España se produjeron las devaluaciones de los años 1959, 1967 - en la que la peseta se devaluó más del 14% respecto al dólar-, 1976, 1977, 1982 y 1992.
Junto a la devaluación externa, también existe la devaluación interna. Esta segunda consiste en hacer lo mismo que con la devaluación externa, pero sin cambiar el valor de la moneda, llevando a cabo una minoración salarial generalizada, que se suele materializar en una reforma del mercado laboral. La devaluación interna se aplicó en España a partir del año 2012, ante los problemas en nuestra economía derivados del crash de 2007. En esa época, se daba en España una tormenta perfecta entre los efectos locales magnificados de la propia crisis económica mundial, la burbuja del sector de la construcción, la quiebra de las cajas de ahorros, la deuda pública y la de las familias y un déficit público exponencial. Ante esta situación, era de manual una devaluación de la moneda propia, pero, al no existir ya, se llevó a cabo la devaluación interna, cuya cara visible fue la aprobación del Real Decreto 3/2012 de 10 de febrero, de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral.
Trasladados a 2022, la situación actual presenta un contexto geopolítico global inestable, con una situación generalizada de subida de precios sin precedentes (algunos muy anteriores a Putin, a pesar de que Pedro Sánchez dirija todas las culpas hacia el genocida ruso) y con ralentización del crecimiento económico, incluyendo fenómenos de crecimiento del desempleo. Todo ello nos lleva al límite de la temida estanflación, de la que ya di buena cuenta en artículos anteriores.
Ante una situación de estanflación, las recetas del ilustre economista Keynes no funcionan. En caso de inexistencia de inflación para conseguir el pleno empleo, la corriente keynesiana propugna bajar impuestos, bajar el tipo de interés, incrementar el gasto público y bajar el tipo de cambio. Por otra parte, en caso de pleno empleo, para luchar contra la inflación, el keynesianismo propugna subir impuestos, subir los tipos de interés, disminuir el gasto público y subir el tipo de cambio. Cuando se produce la estanflación, los elementos de oferta agregada asociados con los mercados de trabajo, energía y algunas materias primas, aparecen con fuerza en la escena económica y en el recetario de los gobiernos.
En España, si se entrase plenamente en estanflación se tendrán que poner de nuevo en marcha, por desgracia, mecanismos de ajuste relacionados con los mercados de trabajo. El problema es que, en nuestro país, cuando se habla de ajuste, la situación económica general de la población y los propios salarios no son comparables con la clase media europea. En este escenario de afección global, entran en juego nuestras "particularidades", que son las que agravan siempre el propio problema económico en sí mismo.
Al respecto de dichas particularidades, somos un país sumamente importador en cuestión de materias primas básicas y que paga muy cara su energía, por fallos históricos en la determinación del modelo energético a medio y largo plazo, por parte de los gobiernos bipartidistas del PSOE y PP. Somos un país al que los vaivenes de la economía global le afectan más por idiosincrasia de su modelo productivo, muy inclinado hacia los servicios.
Somos un país en el que mantener desde el gobierno estructuralmente y en la práctica el estado del bienestar y las protecciones laborales y sociales, suele hacerse contra las pocas reservas económicas internas, dejando el futuro a medio plazo de todos nosotros en el alambre. En este contexto, me pregunto si estamos preparados ante una posible segunda devaluación interna, más profunda que la del 2012, por qué podemos llegar a esta situación y quiénes serán los responsables.
Si empiezo por el final, el cortoplacismo con el que siempre ha actuado el bipartidismo ha sido la causa principal de muchos de nuestros problemas particulares actuales. Han pasado 40 años desde las primeras elecciones generales en España que ganó el PSOE, con ocho gobiernos del PSOE y cinco del PP desde entonces. En todo este tiempo, los gobiernos de España podrían haber fijado un modelo energético eficaz como en Francia, evitando tanta interdependencia externa, podrían haber llevado a cabo transformaciones del modelo productivo, velando por un sector industrial más fuerte y por actividades de mayor valor añadido, y por ende, con mayores prestaciones salariales. También, podrían haber llevado a cabo políticas de consolidación de la clase media, en vez de convertirnos en 'superpagadores' por todo, y cómo no, podrían haber luchado con mayor convicción contra la pobreza, que tanto daño nos hizo en el pasado y nos está haciendo como sociedad durante los años transcurridos del siglo XXI.
Pero nada de eso se hizo. El bipartidismo trajo la posibilidad de poderse perpetuar en el poder con el mínimo esfuerzo, interacción y empatía con la ciudadanía. Se salía del gobierno sabiendo que, en unos pocos años, volverían los mismos por ausencia de fuerzas políticas alternativas equilibradoras. Todo ello ha llevado a una degeneración, cuyo reflejo han sido los casi 125.000 millones de euros que han volado de las arcas públicas en todo este tiempo por la corrupción del PP y del PSOE. Casos muchos de los cuales aún están en procesos judiciales o pendientes de juzgar.
Termino con la pregunta sobre si estamos preparados como país para una segunda devaluación interna. La respuesta es no. Mi pesar es que puede llegar a ocurrir y en un contexto global de plena incertidumbre. Mi esperanza es que creo que la ciudadanía es ahora más consciente que nunca de lo que quiere y de lo que no quiere, en base a malas experiencias previas, y esta vez no dejará una situación crítica en manos del bipartidismo del PP y PSOE o del populismo sin ninguna capacidad de gestión de Podemos o de Vox. Y ya no les digo más con los nacionalistas y bilduetarras.
Ante un futuro incierto, desde Ciudadanos le ofrecemos la certeza de una capacidad de gestión demostrable en ayuntamientos y comunidades autónomas, así como un balance de actuaciones positivas ante la clase media y trabajadora. Nuestro proyecto se basa en no dejar a nadie atrás, y menos en épocas extremadamente difíciles, pero con la verdad por delante. Sin populismos ni falsas promesas, con hechos y programas. Las elecciones andaluzas van a ser un lugar donde poder confrontar nuestra utilidad y practicidad ante el populismo de la extrema izquierda y la ultraderecha y ante el bipartidismo. En ese encuentro electoral les esperamos con honradez y con los brazos abiertos.
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