Retrato de Eduardo Escalante
José Aledón Aunque pueda resultarle extraño a
más de uno, ese insigne autor teatral valenciano fue algo más que eso, pues el
arte, ayer como hoy, es un mal repartidor de riqueza, debiendo muchos de sus
mejores ministros recurrir a las más pintorescas actividades para vivir con
cierto decoro. Eso y no otra cosa le ocurrió durante toda su vida al auténtico
creador del teatro valenciano.
Eduardo Escalante Mateu
(1834-1895), nacido en el Cabanyal, era hijo de Juan Antonio Escalante Casamayor,
natural de Villena y de Mónica Mateu Carvajales, oriunda de Valladolid.
El pequeño Eduardo nació en muy
mal momento. En las montañas del Maestrazgo rugía una guerra sin cuartel,
mientras que la ciudad de Valencia sufría una de esas cíclicas epidemias de
cólera que tantos estragos causaron en el siglo XIX. Para mayor infortunio
familiar, Juan Antonio Escalante era militar en activo al servicio de Isabel
II.
El matrimonio Escalante se
dirigía a Marsella por mar cuando a Mónica se le adelantó el parto frente a las
costas de Valencia. Era el 20 de octubre y, aunque nuestra ciudad no era
precisamente lo más adecuado para una parturienta, debido a la mencionada
epidemia colérica (sólo en Valencia hubo 4.245 defunciones declaradas, pero sin
duda serían muchos más los fallecidos directa o indirectamente por la
enfermedad en los casi cinco meses que tardó en erradicarse), deciden
desembarcar aquí y hospedarse en el entonces municipio independiente de Pueblo
Nuevo del Mar. Debido a complicaciones post parto Mónica fallece a poco de
nacer el pequeño. Sin pérdida de tiempo, éste es bautizado en la entonces
ermita del Canyamelar dedicada a la Virgen del Rosario, siendo su padrino nada
menos que Mariano de Cabrerizo Bascués, editor, librero y escritor de avanzadas
ideas liberales, buen amigo del padre. La madrina fue Josefa Pont López.
Por su supuesta participación en
la revuelta que hubo en Valencia en 1835, tanto Juan Antonio Escalante como
Mariano de Cabrerizo tienen que salir precipitadamente de la ciudad. Escalante
no volverá a ver más a su hijo, pues murió en 1839, siendo criado el niño por
la madrina y dos de sus hermanas.
Cursó Eduardo las primeras letras
en la escuela de la Compañía, conocida como “La Paella”. Estudió dibujo en el
Liceo Valenciano, iniciándose a los trece años como pintor de abanicos.
Contrajo matrimonio con Amalia Feo, con la que tuvo siete hijos, tres varones y
cuatro chicas. A los veintiún años escribió dos “milacres” vicentinos: “La
muda” y “Vanitat castigada” para el altar del Mercado. Su primera obra teatral
fue un drama en cuatro actos y en verso, escrita en castellano en 1858 y
titulada “Raquel”. Hay que decir que nunca fue representada. Su primera obra en
valenciano fue “El deu, deneu i noranta”, estrenada en 1861 en el Teatro Princesa.
Tuvo esta obra tal éxito que escribió una segunda parte titulada “La casa de la
Meca”, estrenada en ese mismo coliseo un año más tarde. También estrenó en 1862
en el Teatro Princesa “La sastreseta”. Obedeciendo al carácter benévolo y
altruista de Escalante, hay que decir que las tres obras se escribieron
expresamente a beneficio de tres magníficos actores valencianos del momento:
Juan Mª. Palau, Leandro Torromé y Ascencio Mora.
A pesar del éxito de estas obras,
estuvo seis años sin escribir una sola línea para el teatro, hasta que una
petición del citado Torromé le llevó a escribir “Un grapaet i prou”,
estrenándose en el Princesa en 1868. De nuevo con motivo de otro beneficio
escribió y estrenó ese mismo año “La procesó per ma casa”.
Es precisamente a partir de 1868
cuando comienza el período más fecundo de nuestro autor, llegando incluso a
estrenar en 1874, en el Teatro-Circo Español, la zarzuela valenciana “¡Als
lladres!”, musicada por el maestro Benito Monfort.
Escribió Eduardo Escalante Mateu
un total de cuarenta y nueve obras de teatro: cuarenta y dos de ambiente urbano
y siete de ambiente rural.
Hay que decir, en honor a la
verdad, que, a pesar de la gracia con que Escalante supo trasladar
magistralmente situaciones hilarantes de la vida cotidiana a las tablas, su
natural era bastante malhumorado y taciturno, cosa que todavía dice mas a favor
de su arte, pues no llevó a la escena ni una pizca de esa amargura que le
embargaba en ciertos momentos. Era don Eduardo, como se suele decir, amigo de
sus amigos, contándose entre éstos Teodoro Llorente y José Doménech, propietarios ambos del
diario “Las Provincias”, en la redacción del cual solían echar partidas de
“tresillo”, juego de naipes al que era tan aficionado como mal perdedor.
Como se ha apuntado, Escalante
fue toda su vida un buen dibujante, dedicándose desde su juventud a la
decoración de abanicos. Esta fue la auténtica profesión del genial sainetero,
pues se dedicó íntegramente a ella durante treinta años. ¿Cuántos hermosos
senos y bellos rostros habrán sido, sin saberlo, acariciados y refrescados por
esos primorosos abanicos que, en la intimidad del hogar, pintaba el aplaudido
comediógrafo?
Valencia tuvo una próspera
industria abaniquera durante la primera mitad del siglo XIX, llegando a
trabajar en ella hasta veinte mil personas sólo en la ciudad, sin mencionar
localidades verdaderamente especializadas en ella, como Alaquás, Aldaia y
otras. Uno de los impulsores de esta actividad industrial fue José Colomina,
llegando a ser, por eso mismo, ennoblecido por Amadeo I con el título de
marqués.
Todo fue bien hasta 1869, año en
que se abrió el Canal de Suez, facilitándose de tal manera el tráfico con el
Lejano Oriente que, al cabo de pocos años, Europa sufrió la terrible
competencia que, en ciertos sectores, representaban las materias primas y
productos manufacturados de aquellos países.
Terribles vientos, propiciados
por los abanicos de China y Japón, verdaderas potencias del ramo, crearon tal
crisis en la industria valenciana que en 1880 se vieron obligados a cerrar
cientos de talleres, dejando a otras tantas familias – todos los miembros de la
familia solían participar en el proceso de fabricación – en una desesperada
situación. Eso mismo le sucedió a Escalante, viéndoselas moradas para llevar a
buen puerto a su numerosa prole, esposa y suegros. Ante tal situación, sus
amigos, algunos de ellos muy influyentes, se aprestaron a ayudarle,
consiguiéndole el empleo de Secretario de la Junta Provincial de Beneficencia,
puesto que debía ocupar en 1881, pero dándose un peligroso vacío en 1880.
No está documentado, pero no es
descabellado pensar que dos de sus más leales amigos, los citados Doménech y
Llorente le echaran un capote, proponiéndole hacer ese año las crónicas de las
tres corridas de la Feria de Julio para su diario “Las Provincias”.
¿Estaba cualificado el famoso
autor teatral para hablar de toros con conocimiento de causa? Creemos que sí.
Eduardo Escalante era un hombre curioso, perfecto conocedor de la vida social,
y, por tanto, de las corridas de toros, el espectáculo rey de la época. El
joven Escalante había pasado una breve temporada en el Madrid isabelino,
frecuentando esas tertulias donde se hablaba de lo divino y de lo humano, pero
en las que, sobre todo, se hablaba de teatro y toros. Allí conoció a grandes y
competentes aficionados, percibiéndose tal cosa cuando se lee su deliciosa obra
“Un torero de estopa”, estrenada en 1872 y, en la que, por boca de “Diego”
habla alguien que sabe lo que es el toreo bueno. En ella aparecen los ases del
momento “Lagartijo” y “Frascuelo”, así como los maestros Cayetano Sanz, Antonio
Carmona “El Gordo”, Francisco Arjona Herrera “Cuchares”, Francisco Arjona Reyes
“Currito” y el infortunado Antonio Sánchez “Tato”, también salen la ganadería
de Veragua y los toros de Colmenar. Hay alusiones al buen toreo en los
diálogos. Así, leemos “en pararlo está la grasia”, es decir, toreo quieto, de
brazos, propio de la primitiva escuela rondeña; “el sití curt”, el citar sobre
corto es signo de valor; “el sití casi encunat”, cite efectuado con toda su
pureza, o sea, en rectitud, por hallarse el diestro frente a la “cuna” (el
espacio entre los cuernos) de la res; “lo maté resibiendo”, la suerte de
recibir era la suprema, poco prodigada ya cuando se escribió esta obra, de ahí
su ponderación.
Las crónicas de las tres corridas
feriales de 1880 están firmadas precisamente por “Un torero de estopa”,
conteniendo todas ellas elementos excesivamente literarios, hallándose frases
como “[el público] en el teatro, como en la plaza, no suele soportar muy largas
escenas”. Hay alusiones a Rabelais, se menciona explícitamente “El médico a
palos” de Molière (Escalante conocía bastante bien la lengua francesa), así
como una frase de “La fiesta de Venus” del valenciano Querol. Las tres crónicas
finalizan con un cuentecillo.
En el Madrid de la Restauración
el teatro y los toros son como vasos comunicantes. No es extraño ver cómo
famosos hombres de letras y críticos musicales o teatrales son también
brillantes cronistas taurinos, sobre todo a partir de la aparición de
“Lagartijo” – ahí tenemos los casos de Manuel Fernández y González, Mariano
Pardo de Figueroa “Dr. Thebussem”, Antonio Peña y Goñi “Don Jerónimo” y Luis
Carmena y Millán -, pues el maestro cordobés fue el primero que proporcionó
visos artísticos a aquella ruda brega taurina.
Valencia no iba a ser menos,
habiendo sido precisamente un conocido autor teatral el primero que firmó las
revistas de toros con su nombre y apellido: Rafael María Liern. No constituía
pues ninguna novedad en Valencia el que un celebrado hombre de teatro hiciera
crónicas taurinas, aunque en el caso que nos ocupa, se oculte bajo un delator
seudónimo. Nadie, por otra parte, con más derecho a usarlo que Eduardo
Escalante.
Abona también la hipótesis escalantina
el hecho de que “Un torero de estopa” no vuelva a hacer crítica taurina después
de 1880, casualmente (?) cuando don Eduardo goza ya de una mejor y totalmente
estable situación económica.
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