Jordi Mayor Suelo escuchar muy a menudo a quienes saben algo de esto del periodismo y la comunicación que nunca una sociedad con tanta información disponible como la actual había estado tan desinformada.
Visto desde el punto de vista de quien se enfrenta a estos debates desde una cierta distancia profesional, convendrán conmigo que quizás estemos ante una visión hiperbólica de esa realidad que se trata de describir.
Aunque, dejando las pasiones vocacionales a un lado, no puedo estar más de acuerdo en el fondo de la cuestión que se aborda en esta discusión: la imperante necesidad democrática de contar con verdaderos profesionales de la información que cumplan la doble función de informar a la ciudadanía y controlar a los poderes públicos.
Profesionales, dicho sea de paso, que alejados de los insultantes intentos por hacer de cualquiera con un móvil y una cuenta de Twitter o Facebook un graduado en Periodismo, nos cuenten de forma libre, independiente y contrastada qué sucede en el mundo.
Y cuando hablo del mundo, me refiero a nuestro mundo. Ese que tenemos a la misma puerta de casa o, si me apuran, al girar la esquina.
Porque en los tiempos de la globalización surge otra de las grandes paradojas: la necesidad imperante de información local. Y, a poder ser, de calidad.
Porque por mucho que nos empeñemos en crear grandes grupos de comunicación que permitan sobrevivir a las empresas periodísticas en un mercado voraz y altamente competitivo, donde el pastel publicitario cada vez es más magro y se reparte entre pocos, de nada servirá que sepamos todo lujo de detalles la nueva oleada de protestas frente a la desigualdad racial en Estados Unidos si ignoramos la realidad que existe en nuestro entorno más inmediato.
Y para conocerla es necesario una persona profesional que pise el terreno, que sepa de lo que habla sin más condicionante que el de aportar una visión local o comarcal de las cosas.
El confinamiento ha servido precisamente para que abramos los ojos nuevamente frente a esta realidad. Cuando en pleno estado de alarma algún osado periodista lanzó por las pantallas televisivas que estábamos sufriendo una invasión de madrileños durante la Semana Santa, no fueron pocos los medios que tentados por la comodidad de no contrastar la información y azuzados por los trolls de las redes sociales compraron ese discurso.
Y ya saben lo que vino después: lo difundieron y amplificaron dando carta de naturaleza a lo que tan solo fue una anécdota en el peor de los casos. Alcaldes que levantaban barricadas impidiendo no el paso no de madrileños, que no los había, sino de servicios de emergencias que su propia ciudadanía podría haber necesitado en un momento dado. Otros que emitían bandos incendiarios que no se habría atrevido ni a firmar el mismísimo Torra. Lo nunca visto.
Ocurrió que periodistas sentados en una mesa de redacción a 300 kilómetros –y lo que es peor, algunos sentados a tan solo 40 km— decidían lo que estaba pasando en localidades que quizás no hayan pisado en su vida. Sabían, o no, que lo que contaban quizás no era del todo verdad, pero tenían un llamativo titular. Les importaba poco si lo que hacían era avivar un odio irracional entre ciudadanos de un mismo país que sufren los mismos problemas, por cierto, uno de ellos llamado Covid-19 que ni entiende de nacionalidades, ni de regiones ni de límite territorial alguno.
Por eso, iniciativas como la de El Periódico de Aquí que apuestan por reforzar la información local, por aproximarse sin mediadores a la realidad más inmediata y contarla sin tapujos a sus lectores son siempre un soplo de aire fresco que hay que agradecer. Y más en una comarca como la nuestra, la Ribera, donde la necesidad de una estructura comunicativa propia es ahora más que nunca necesario reivindicar. Porque en la Ribera también tenemos nuestra forma particular de ver el mundo, nuestros propios intereses y nuestra perspectiva de las cosas. En definitiva, como se decía en aquel famoso informe MacBride de principios de los 80: Voces múltiples, un solo mundo.
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